Hace poco más de un año que, por la mañana, en ayunas, me bebo un vaso de kéfir de agua; un probiótico que se fermenta con agua y azúcar. De acuerdo con sus defensores, el kéfir ayuda a regular la función del sistema digestivo y beneficiar el ‘ecosistema interior’. Algo así como tener un jardín cuidado, con tierra fértil, árboles y flores, en lugar de uno con suelo erosionado y maleza. Para fermentar la prometedora bebida, se necesitan “tíbicos” -granos de kéfir de agua, unas bolitas translúcidas y esponjosas que parecen arroz frito. Los tíbicos me llegaron sin buscarlos.
A mediados de marzo de 2019, meses antes de que el virus que nos tiene de rodillas mutara sospechosamente y pasara de los murciélagos a los humanos, mi amiga Annabella me buscó para plantearme que conociera a Mariela, “su bruja”, no porque pensara que necesito asistencia mágica, sino porque la bruja buscaba a alguien que le ayudara a escribir un libro. Quizá yo estaría interesado en redactarlo y, de paso, conocería a esta mujer especial, una sabia que ayuda a otros a crecer, transformar su vida y su conciencia.
Annabella y yo nos conocimos años atrás, estudiando una filosofía espiritual de la que acabamos alejándonos, pero mantuvimos nuestra amistad. Hoy mi sentir respecto al esoterismo y el pensamiento mágico es ambiguo.
Buena parte de mis veintes fui más bien hedonista, escéptico con lo espiritual; luego, de los 35 a los 45, viví una etapa de fervor místico que coqueteó peligrosamente con lo religioso, llegando a niveles de convicción que envidiarían los Testigos de Jehová. Vivir etapas tan opuestas me mostró lo fácil que fue volcarme en extremos buscando identidad y sentido de pertenencia.
Conozco personas a las que racionalidad, conocimiento académico e inteligencia los hace arrogantes y condescendientes. Por otro lado, están los que visitan legiones de chamanes, brujas y curanderas; tienen basta experiencia con terapias alternativas, hipnosis, lecturas de cartas, auras, cristales; sanaciones energéticas, comunicación con ángeles, viajes de Ayahuasca y demás, pero se sienten superiores, no admiten sus errores y tratan mal a los demás.
Personalmente pienso que, tratándose de la psique y las emociones, a veces los rituales son poderosos, pero hay casos en que más vale buscar la ayuda de un psicólogo o psiquiatra.
Movido por mi curiosidad, la mañana soleada de un martes de la última semana de abril, fui con Annabella a una clase que Mariela (la bruja) impartía una vez por semana en el sur de la ciudad. Después de estacionarnos cerca de Los Viveros de Coyoacán, caminamos un par de cuadras, refugiándonos de la luz del Sol bajo la sombra de los densos árboles del barrio. Llegamos a la puerta de una casa, adaptada como centro holístico, donde entraba más gente a tomar la clase. Subimos las escaleras de media vuelta en curva, llegando a un pequeño vestíbulo, adaptado como recepción, con escritorio, algunas sillas, pizarrón informando horarios de clases y corcho con avisos. Del lado izquierdo estaba la entrada al salón. Al menos 15 personas habían tomado su lugar en las sillas plegables, otras se apuraban a apartar sitio, mientras que otras tantas se saludaban despreocupadamente, sin prisa por reservar un espacio.
Habíamos alrededor de 40 asistentes, tan diversos como frutas en un mercado bien surtido. Desde jóvenes con aspecto de estudiantes de la UNAM, hasta señoras, de no pocos años, con intervenciones estéticas imposibles de ignorar, que bien podrían haber salido de las páginas de la revista ‘Quién’
Ya sentado junto a Annabella, a un lado de la puerta en la octava fila, crecía mi impaciencia por conocer a la bruja ¿Cómo sería su aspecto, actitud, tono de voz? ¿Será en verdad una sabia? ¿Me vería y pensaría que soy especial?
Confieso que por años fantaseé con conocer a algún iluminado, como el Dalai Lama, y que me dijera “Eres especial, Juan. Un elegido” ¡Qué emocionante habría sido! Finalmente comprendería por qué siempre me he sentido un pez fuera del agua. ¿Pero y después qué? Porque ya pensándolo bien, ser un ‘elegido’, en el sentido místico, suele traer más inconvenientes que privilegios. ¿Elegido para qué? Es más cómodo ser rebaño que pastor. No olvidemos las penurias de Moisés, arreando a los quejumbrosos Israelitas durante 40 años hacia la Tierra Prometida. Y qué decir de Jesucristo, quien no vivió en un lecho de rosas y ya sabemos como acaba la historia.
Minutos después de las once, un grupo de 4 mujeres entró conversando animadamente al salón. Entre ellas, Mariela, la bruja. No lo supe porque hubiera algún tipo de actividad paranormal, sino porque Annabella me dijo “Ahí está”. En principio, no supe cuál de ellas era, hasta que nos presentaron. Lejos de una mujer envuelta en un aura de misterio, Mariela es una señora de estatura mediana; llevaba pantalones lisos, blusa oscura con bordados mexicanos; tiene ojos muy claros que destacan enmarcados por su abundante pelo oscuro, hasta los hombros; su voz suave, actitud cálida, casi cariñosa; semblante tranquilo y sonrisa gozosa.
Los asistentes se apuraron a tomar sus lugares, sacar libretas y plumas para tomar nota. Por casi dos horas, Mariela habló con ligereza y humor, entretejiendo temas profundos y mundanos. Resumo el mensaje que recibí aquella clase, que fue más bien como un recordatorio: Vivimos olvidándonos de que en algún momento vamos a morir y, por eso, nos damos el lujo de pensar (e invertir energía) en tantas pendejadas.
Es muy posible que eso era lo que yo necesitaba escuchar, pues con frecuencia pienso pendejadas, algunas deliberadamente para explotarlas en mi oficio de comediante, y me gusta y me ayuda hacerlo. Pero otras veces las pendejadas surgen de forma inquietantemente espontánea y sólo consiguen atormentarme.
Terminando la clase, algunos alumnos se acercaron a Mariela para hacerle preguntas y contarle cosas. Mientras se iba vaciando el salón, Annabella me explicó que el plan era que yo me fuera con Mariela, a su estudio, para platicar con más detalle si me interesaría colaborar redactando su libro, además de tener una sesión privada y conocer cómo trabaja con sus pacientes.
Cuando quedábamos sólo unos cuántos en el salón, una chica recordó que había llevado un frasco con tíbicos (los granos de kéfir de agua) para regalárselos a alguien, pero la mayoría de los asistentes ya se había marchado. Entonces Mariela decidió que eran para mí.
¿Cómo podría negarme? Al fin un alma sabía señalándome como el elegido, aunque fuese para traer granos de kéfir a casa.
Me fui con Mariela, en su auto, a sólo unas cuadras de ahí, cerca del mercado de Coyoacán. Se estacionó en la calle, cruzamos a pie la puerta de acceso a un condominio horizontal, pintado de un naranja claro que se encendía bajo la luz intensa de la una de la tarde.
Entramos a una de las primeras casas, subimos del lado derecho por unas escaleras inundadas de luz natural hasta la pequeña oficina con ventanas, escritorio, 3 sillas, un sofá y un librero con muy pocos libros. Nada de tarot, amuletos, bolas de cristal o talismanes a la vista.
Aprendí entonces que el término bruja (o brujo) es otra manera de decir guerrera (o guerrero) en el camino del ‘conocimiento tolteca’ que, dicho sea de paso, no se refiere a la cultura tolteca como la civilización que vivió en una época determinada. ‘Toltecas’, en este contexto, quiere decir ‘Guardianes del conocimiento’. Brujos, videntes que resguardan un cuerpo de conocimiento desde hace miles de años, pasándolo de maestro a alumno, cuidando el linaje.
Mariela también me explicó que existen dos tipos de brujos, los ‘ensoñadores’ y los ‘acechadores’. Ella es una ‘bruja acechadora’. Y sí, el término no evoca una imagen tranquilizadora. Algo así como una hechicera malévola, flotando al anochecer entre las ramas de un árbol afuera de mi casa. Menos mal no es el caso.
En mi experiencia con Mariela, el trabajo de una ‘bruja asechadora’ es más como el de una terapeuta que hace preguntas, o espera a escuchar aquello de lo que elegimos hablar, o no hablar y, con atención plena e intuición afilada, ve a través de los mecanismos con los que sus pacientes se sabotean o auto-engañan, exponiéndolo todo con crudeza, ahí mismo, sin rodeos ni piedad. Es por eso que ‘acecha’, porque es algo así como una cazadora de mentiras. Las mentiras que nos contamos a nosotros mismos que acaban siendo nuestra verdad. No es necesariamente algo placentero, ni alivio, ni desahogo. Es una experiencia reveladora que me ha ayudado a entenderme mejor.
Quedamos en platicar más adelante de su idea del libro y el propósito de éste, porque el tiempo se nos acabó y había ya otro paciente esperando a entrar. Para entender mejor su proceso, me recomendó leer el libro “Dónde se cruzan brujos” de Taisha Avelar.
Aún reflexionando en la sesión, aprovechando la tarde primaveral, con mochila al hombro y sosteniendo el frasco de tíbicos (con la tapa perforada porque deben respirar), resolví dar un paseo y salir a pie de las estrechas calles de esa parte de Coyoacán, para llegar a alguna avenida con mejor circulación y, desde ahí, pedir un taxi para volver a casa.
Buscando evitar las estrechas banquetas, levantadas por raíces de árboles muy crecidos, di vuelta en la próxima esquina, calculando que en esa dirección estaba Miguel Ángel de Quevedo, la avenida más cercana. Dos cuadras más adelante, en la acera de enfrente, veo un pequeño local con un letrero, ‘Librería Esotérica’. Me sentí en una escena de película de Woody Allen y, naturalmente, entré a preguntar por el libro de Taisha Avelar.
Luego de buscar por media hora, el encargado de la tienda volvió con el último ejemplar, que, además, estaba en una pila de libros, listos para ser devueltos a las editoriales. Después supe que a Annabella le había tomado 2 meses encontrar ese mismo libro por el triple de precio.
Podría decirse que fui dos veces elegido en un mismo día.
Menos de una semana después había leído el libro, con introducción de Carlos Castaneda. Básicamente, cuenta la misteriosa historia de iniciación de una mujer en el camino de la magia, basada en el conocimiento tolteca. En la historia extraordinaria que relata en primera persona la protagonista, la actividad fundamental que la lleva a empezar a recorrer el llamado “camino del guerrero” y convertirse así en bruja, es algo a lo que se refieren como ‘recapitulación’.
“La recapitulación consiste en recordar la vida de uno hasta el detalle más insignificante”.
En “Donde se cruzan brujos” la protagonista pasa horas y horas, a veces días y noches enteros, durante meses, recapitulando su vida en una cueva.
Investigando un poco más y después de otras sesiones con Mariela, entiendo que el ‘camino del guerrero’ en el ‘conocimiento tolteca’, como otras disciplinas espirituales, se basa en el autoconocimiento. Los brujos acechadores comienzan por ‘acecharse’ a sí mismos, cazando las creencias que los limitan.
Recordar con detalle toda la vida no es el objetivo, sino el medio para sanar, reprogramarse y ahorrar esa energía que consumen nuestras pendejadas, para así invertirla sabiamente y vivir con plenitud.
Metas similares a las que busca el budismo a través de la meditación. Liberarse de los ‘3 venenos del alma’: la ignorancia, el apego y la aversión (odio).
La recapitulación tiene similitud con un concepto que en el judaísmo se llama ‘Teshuvá’ (arrepentimiento). De acuerdo con estudiosos místicos del judaísmo, la Teshuvá busca recordar, con la mayor exactitud posible, momentos en los que actuamos e hicimos daño a alguien o a nosotros mismos, para luego visualizarse en la misma situación, pero actuando diferente, siendo esto una especie de viaje en el tiempo/espacio que repara el daño en el plano metafísico.
¡Sabrá Dios!
Últimamente, cuando aspiro a entender un poco más el mundo, comprender mis miedos y anhelos, me inclino más por lecturas científicas o textos de psicología que por libros espirituales. Sin embargo, no puedo dejar de ver al universo, la vida, la muerte y esta existencia fugaz como un misterio apabullante. Así que, de vez en cuando, un episodio de Super Soul Sunday, con Oprah Winfrey conversado con un huésped sabio acerca de la Conciencia Pura, el Amor Universal, el Ser Superior o la belleza intrínseca del Misterio Divino resultan un alivio, un respiro del pensamiento racional, que a veces acaba siendo un tomento.
No tengo ni paciencia ni deseo para meterme en una cueva y sentarme a recordar, con detalle, cada momento de mi vida. Pero en estos días de encierro, escribiendo en mis diarios y en este blog, vivo la escritura como una aventura, como algo que apenas estoy descubriendo.
Escribo como una forma de confesión, así empezó la cosa hace 24 años. También es una batalla por conservar recuerdos, atrapar momentos y sensaciones, detalles de lo tangible y lo intangible. Escribir es exploración, descubrimiento y reconocimiento. Es escape y prisión, refugio y peligro. Es descanso y esfuerzo, valor y miedo.
Escribir me obliga a ordenar lo que pienso, o me revela que lo que pienso es confuso. Hay días que escribo como restaurador, usando la imaginación para llenar el espacio y tiempo que mi memoria no encuentra. Y, a veces, al escribir me topo con que recuerdo más de lo que creo; me sorprendo al descubrir que mi memoria aún tiene acceso a pasillos que creía olvidados.
Escribo para recordarme y olvidarme.
Escribo para comunicar, para hacer reír, para hacer llorar.
Escribo para vivir más y morir menos.
Escribir es, pues, como el kéfir, nutre mi ecosistema interior.